El curriculum educativo está repleto de contenidos que, supuestamente, formarán a nuestros alumnos de hoy en cualificados profesionales del mañana. Estos contenidos, sin embargo, obvian por completo el componente emocional, el que sin duda alguna, nos hace mejores personas además de buenos profesionales.

En la escuela, los que nos dedicamos a la enseñanza en el mismo campo de batalla, es decir, en las aulas, detectamos día a día carencias emocionales en nuestros alumnos que afectan directamente a la adquisición de los contenidos establecidos por ley. El profesor se convierte así, no sólo en enseñante, sino en el gestor de las emociones de sus alumnos. Ardua tarea si se tiene en cuenta la diversidad imperante en las aulas, y no me refiero a diversidad cultural, o mezcla de niveles, me refiero a la diversidad que supone en sí cada ser humano. Esta formación tampoco forma parte del curriculum de la Escuela de Magisterio, de la que saldrán los futuros maestros.
Gestionar emociones es, por tanto, parte intrínseca de nuestra labor. Definitivamente, no puedo enseñar los modos verbales de igual manera a un alumno feliz, integrado, con una autoestima fuerte, que a aquél cuyo abandono desde la más tierna infancia ha hecho de él un ser inseguro y lleno de miedos. Esto, aunque nos duela, sucede, y la escuela debe hacer algo al respecto. Y ese algo debe dejar de ser una cuestión casi impulsiva, sin estructurar, sin evaluar. Debe tener forma, contenido, objetivos claros, en definitiva, nombre y apellidos en el curriculum educativo.
Fuente: Natividad Rodríguez Fez
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