YVETTE Vickers, una ex modelo Playboy y estrella de películas B, más conocida por su papel en El ataque de la mujer de 50 pies, habría cumplido 83 en agosto, pero nadie sabe exactamente qué edad tenía cuando murió. De acuerdo a la autopsia, estuvo muerta durante un año, antes de que una vecina, la actriz Susan Savage, se diera cuenta de las telarañas y las cartas amarillentas que se acumulaban en el buzón del correo, cuando entró rompiendo una ventana para sacarle el seguro a la puerta y se abriera paso entre pilas de correo, basura y ropa que había en la casa. En el piso de arriba encontró el cuerpo de Vickers, momificado, cerca de un calefactor que seguía funcionando. Su computador también estaba encendido.
Los Angeles Times publicó una nota titulada Encuentran el cuerpo momificado de la ex modelo de Playboy Yvette Vickers, la cual prontamente se volvió viral. En dos semanas, según el conteo de Technorati, la solitaria muerte de Vickers había sido objeto de 16.057 posteos en Facebook y 881 tweets. Ella había sido durante mucho tiempo un ícono de las películas de terror, un símbolo de la capacidad de Hollywood de explotar nuestros sentimientos más básicos; ahora era ícono de un tipo nuevo y distinto de horror: nuestro creciente temor a la soledad. Ciertamente, ella recibió mucho más atención en la muerte que durante los últimos años de su vida. Sin hijos, sin pertenecer a ningún grupo religioso y sin ningún círculo social, había comenzado, como mujer vieja, a buscar compañía en otros lugares. Savage le contó a Los Angeles Magazine que había registrado las cuentas telefónicas de Vickers. En los meses previos a su muerte, había llamado no a su familia o a sus amigos, sino que a distantes admiradores que la habían contactado por internet.
La red de conexiones de Vickers se había vuelto más amplia pero más superficial, como les ha pasado a muchos de nosotros. Estamos viviendo en un aislamiento que habría sido inimaginable para nuestros ancestros y nunca habíamos estado más accesibles. Durante las tres últimas décadas, la tecnología nos ha brindado un mundo en el que necesitamos estar siempre conectados. En 2010, a un costo de US$ 300 millones, se tendieron 1.290 kilómetros de cable de fibra óptica entre las bolsas de Chicago y Nueva York para ganar tres milisegundos de tiempo en las transacciones. Aún así, en este mundo de comunicación instantánea y absoluta, libre de los límites del espacio o del tiempo, sufrimos de una alienación sin precedentes. Nunca hemos estado más separados los unos de los otros, o más solos.
A la cabeza de esta solitaria interactividad se encuentra Facebook, con 845 millones de usuarios y US$ 3.700 millones en ingresos el año pasado. Su escala y alcance son difíciles de comprender: el verano pasado se convirtió en el primer sitio web en recibir 1 billón de visitas en un mes. Sea cualquiera la escala en que uno se atreva a juzgar a Facebook -como compañía, cultura, país-, está mucho más allá de la imaginación.
A pesar de su inmensa popularidad, o mejor dicho, debido a ella, Facebook ha estado desde un principio bajo una nube de sospecha. El retrato de Mark Zuckerberg en The Social Network como un bastardo con síntomas de Asperger, fue un sinsentido, pero parecía cierto para Facebook, si es que no para Zuckerberg. La escena más memorable de la película fue la final, en la que un anómico Zuckerberg le enviaba una petición de amistad a su ex novia, y luego esperaba, cliqueando y cliqueando una y otra vez, en un momento de soledad súper conectada. Todos hemos estado en esa escena: paralizados por el brillo de una pantalla, hambrientos por recibir una respuesta.
Cuando uno se registra en Google+, el programa especifica que uno debería incluir sólo a “sus amigos de verdad, aquellos con los cuales se siente cómodo para compartir detalles privados”. Esa pequeña frase (tan curiosa, tan encantadoramente maternal) encapsula perfectamente las ansiedades generadas por las redes sociales: pueden estar esparciendo el mismo aislamiento que se suponía iban a superar.
En 1950, menos del 10% de los hogares estadounidenses estaba compuesto de sólo una persona. En 2010, la cifra creció a 27%. La vida en solitario no es garantía de una vida infeliz, desde luego. En su reciente libro sobre la tendencia a vivir solos, Eric Klinenberg, sociólogo de la NYU, escribe: “Montones de investigaciones publicadas muestran que es la calidad y no la cantidad de las interacciones sociales la que mejor predice la soledad”. Cierto. Pero antes de hacer fantasías con felices solteros excéntricos o de divorciados que se reúnen después del trabajo para saborear copas de pinot grigio, debemos reconocer que no es sólo el aislamiento el que crece. También la soledad. Y la soledad nos vuelve tristes.
Sabemos de modo intuitivo que la soledad y estar solos no son la misma cosa. Estar solo puede ser maravilloso.También sabemos, gracias a un creciente cuerpo de estudios sobre el tema, que la soledad no es asunto de condiciones externas: es un estado psicológico. Un análisis de 2005 de datos de un estudio longitudinal a gemelos holandeses mostró que la tendencia a la soledad tiene prácticamente el mismo componente genético que la neurosis o la ansiedad.
Aún así, la soledad es resbaladiza, un estado difícil de definir. La mejor herramienta para medir esta condición es la Escala de Soledad de la Ucla, 20 preguntas que comienzan todas con esta fórmula: “¿Cuán a menudo siente usted que…?”. Al medir así la soledad, diversos estudios han mostrado que ésta ha crecido fuertemente en un período muy corto. Una investigación de la AARP, hecha en 2010, descubrió que 35% de los adultos mayores de 45 era crónicamente solitario, en comparacióncon el 20% de una década antes. De acuerdo a otro estudio, casi 20% de los estadounidenses (60 millones) es infeliz con sus vidas debido a la soledad. En el mundo occidental, los doctores comienzan a hablar abiertamente de una epidemia de soledad.
Conocemos a menos personas. Nos reunimos menos. Y cuando nos reunimos, nuestros lazos son menos significativos y el trato no es fácil. La caída en el número de confidentes (conexiones sociales de calidad) ha sido drástica. En 1985, sólo 10% declaró no tener a nadie con quién hablar de asuntos importantes. En 2004, era 25%.
En respuesta, hemos contratado a un ejército de confidentes de reemplazo, una clase completa de cuidadores profesionales. Tal como lo destacó Ronald Dworkin en un trabajo de 2010 para la Hoover Institution: a fines de los 40, Estados Unidos albergaba a 2.500 psicólogos clínicos, 30 mil trabajadores sociales, y menos de 500 terapeutas familiares. En 2010, el país tenía 77 mil psicólogos clínicos, 192 mil trabajadores sociales universitarios, 400 mil trabajadores sociales no universitarios, 50 mil terapeutas familiares, 105 mil consejeros de salud mental, 220 mil consejeros en abusos de sustancias, 17 mil psicoterapeutas, y 30 mil coaches. La mayoría de los pacientes no requiere un diagnóstico psiquiátrico. Esta pila de asesores psicológicos nos está ayudando a atravesar lo que antes eran problemas normales. Hemos tercerizado el cuidado del día a día.
Cada vez necesitamos más y más cuidadores profesionales, debido a la amenaza de una crisis societal. Estar solo es extremadamente malo para la salud. Si estás solo, es más probable que te pongan en un hogar geriátrico a una edad más temprana. Que seas obeso. Es menos probable que sobrevivas a una operación complicada y más probable que tengas desequilibrios hormonales. Tu memoria podría empeorar. Es más probable que te deprimas, que duermas mal y que ocurra un declive cognitivo general. Puede que la soledad no haya matado a Yvette Vickers, pero ha sido vinculado a una mayor probabilidad de sufrir la enfermedad coronaria que sí la mató.
Mucho antes que Facebook, la tecnología digital posibilitaba nuestra tendencia al aislamiento en un grado sin precedentes. En los 90, los académicos comenzaron a llamar a la contradicción entre una mayor oportunidad de conectarse y a la falta de contacto humano como la “paradoja de internet”. Un prominente artículo de 1998, de investigadores de Carnegie Mellon, mostró que el uso de internet coincidía con una creciente soledad. Los críticos del estudio destacaron que los dos grupos que participaron en la investigación (estudiantes de periodismo y miembros activos de las juntas comunitarias) estadísticamente presentaban una mayor probabilidad de volverse solitarios con el tiempo. Eso nos lleva a una pregunta más fundamental: ¿internet hace que la gente se vuelva solitaria o la gente solitaria es atraída por internet?
La pregunta se ha intensificado en la era Facebook. Un estudio reciente en Australia (en donde la mitad de la población es activa en Facebook) titulado ¿Quién usa Facebook? descubrió una relación compleja, y en ocasiones confusa, entre la soledad y las redes sociales. Los usuarios de Facebook tenían niveles ligeramente menores de “soledad social” (la sensación de no sentirse unido a los amigos), pero “niveles significativamente mayores de soledad familiar” (la sensación de no sentirse unido a la familia). Es posible que Facebook promueva más contactos con personas fuera de nuestro hogar a expensas de nuestras relaciones familiares, o puede ser que las personas con relaciones familiares poco felices busquen compañía por otros medios.
Moira Burke, hasta hace poco una estudiante de posgrado del Human-Computer Institute en Carnegie Mellon, realizaba periódicamente un estudio longitudinal a 1.200 usuarios de Facebook. La investigación, que sigue haciéndose, es una de las primeras en examinar los efectos de Facebook sobre una población más amplia en el tiempo. Ella concluye que el efecto de Facebook depende de qué es lo que se lleve al sitio. Si usas Facebook para comunicarte directamente con otros individuos (usando el botón “me gusta”, comentando los posteos de los amigos, etc.), eso puede aumentar tu capital social. Los mensajes personalizados son más satisfactorios que la “comunicación de un solo clic”. Por otra parte, el uso no personalizado de Facebook (revisar las actualizaciones de estado de sus amigos y actualizar al resto del mundo sobre sus propias actividades en el muro, lo que Burke llama “consumo pasivo”) se correlaciona con sentimientos de desconexión. Es un asunto solitario el navegar por los laberintos de las identidades proyectadas de nuestros amigos y seudoamigos, tratando de saber qué parte de nosotros debemos proyectar, quién escuchará y qué es lo que oirán. Según Burke, el consumo pasivo de Facebook también se correlaciona con la depresión.
Aún así, la investigación de Burke no establece que Facebook genere soledad. Le menciono a Burke, el estudio de Stanford, que mostró cómo el hecho de creer que los otros tienen fuertes redes sociales puede conducir a sentimientos de depresión. ¿Qué es lo que comunica Facebook, si no es la impresión de abundancia social? Todos se ven tan felices en Facebook, con tantos amigos, que nuestras propias redes sociales se ven más vacías que nunca. ¿Esto no hace que las personas se sientan más solas? “Si la gente lee sobre vidas que son mucho mejores, pueden pasar dos cosas”, dice Burke. “Sentirse peor sobre sí mismas o motivadas”.
John Cacioppo, director del Centro de Neurociencia Social y Cognitiva de la U. de Chicago, es el experto líder en el tema soledad. En su libro Soledad, lanzado en 2008, reveló cuán profundamente está afectando la epidemia de la soledad. Descubrió niveles más altos de epinefrina, hormona del estrés, en la orina matutina de las personas solas. “Cuando sacamos sangre de adultos mayores y analizamos sus células blancas, hallamos que la soledad de alguna forma penetraba en los huecos más profundos de las células para alterar la forma en que se expresan los genes”, escribió. Cuando se está solo, todo el cuerpo está solo.
Para Cacioppo, la comunicación en internet permite una intimidad sustituta. “Formar conexiones con mascotas o con amigos online o incluso con Dios es un intento noble hecho por una criatura obligatoriamente gregaria para satisfacer una necesidad fuerte”, escribe. “Pero los sustitutos nunca podrán reemplazar completamente la ausencia de lo verdadero”. “Lo verdadero” son las personas reales, de carne y hueso.
La historia del uso de la tecnología es una historia de aislamiento. Cuando el teléfono arribó, las personas dejaron de golpear a la puerta de sus vecinos. Nuestras tecnologías omnipresentes nos llevan a conexiones crecientemente superficiales, al tiempo que permiten evitar la parte embarazosa de la sociedad: las revelaciones accidentales que hacemos en las fiestas, las pausas embarazosas, las bebidas que botamos al suelo y, en general, la poca sofisticación del contacto cara a cara. En vez de eso, tenemos la simpleza que permiten estos motores sociales: actualizaciones de estado, fotos, el muro.
Pero el precio es la compulsión constante a mostrar que uno es feliz todo el tiempo, y eso agota. Investigadores de la U. de Denver publicaron el año pasado un estudio sobre los “efectos paradójicos de valorar la felicidad”. La mayoría de las metas en la vida muestra una correlación directa entre la valoración y el logro. Por ejemplo, los estudiantes que valoran las buenas calificaciones tienden a tener notas más altas. Pero el estudio llegó a otra conclusión: valorar la felicidad no está necesariamente vinculado a una mayor felicidad. Bajo ciertas condiciones, lo que ocurre es lo contrario: mientras más valoran algunas personas la felicidad, más baja es su satisfacción con sus vidas.
Facebook coloca la búsqueda de la felicidad en el centro de nuestra vida digital. Su capacidad de redefinir el concepto de identidad y satisfacción personal es preocupante. Jaron Lanier, autor de Tú no eres un dispositivo y uno de los inventores de la realidad virtual, tiene la visión de que el lugar al que nos están llevando las redes sociales se lee como ciencia ficción distópica: “Temo que estemos diseñando nuestro yo de modo que se adecue a los modelos digitales de nosotros mismos. Me preocupa el vacío de empatía y humanidad”.
Una parte considerable del atractivo de Facebook proviene de su milagrosa fusión de distancia e intimidad, o la ilusión de distancia y de intimidad. Nuestras comunidades online están convirtiéndose en motores de autoimagen, y la autoimagen se ha vuelto el motor de la comunidad. El verdadero peligro de Facebook no es que permita aislarnos, sino que al mezclar nuestro apetito por aislamiento con nuestra vanidad, amenaza con alterar la naturaleza misma de la soledad. El nuevo tipo de aislamiento no es el que alguna vez idealizaron los estadounidenses, la soledad del inconformista orgulloso, del solitario estoico, del astronauta que descubre mundos nuevos. El aislamiento de Facebook es monótono.
Lo que impresiona del uso de Facebook no es su volumen, sino la constancia que demanda. Facebook nunca descansa. Nosotros nunca descansamos. Los seres humanos siempre han creado actos de autopresentación. Pero no todo el tiempo, no todas las mañanas. El computador de Yvette Vickers estaba encendido cuando murió. La soledad solía ser buena para la autorreflexión. Pero ahora pensamos en quiénes somos todo el tiempo, sin pensar en quiénes somos realmente. Facebook nos niega un placer, cuya profundidad se había subestimado: la posibilidad de olvidarnos de nosotros mismos un rato, la oportunidad de desconectarnos.
Fuente: diario.latercera.com
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