Presumir de no necesitarnos confirma que necesitamos presumir. Porque consistimos en precisar de los demás. Y no reconocerlo es un gesto de autosuficiencia que más bien denota mayor debilidad. Puede incluso agudizarse la evidencia en momentos especialmente difíciles. Y tal vez conviene no ignorar cuanto en ello está en juego ahora que, se denomine como se denomine, nos vemos en general más acuciados por las urgencias. Y en estas ocasiones es cuando destella, incluso deslumbra, la cuestión de la amistad. “¿Quién es el amigo? ¿Quién es la amiga?”. En este interrogante concretaDerrida la pregunta de la Filosofía. No se trata de responder con un listado o una enumeración de relaciones y de conocidos, es más bien un abrirse e interesarse por el quien del otro, de alguien bien concreto, definido o no, y no una simple identificación. El pensamiento no es ensimismamiento, nos abre al otro, a su situación, a su vida.
Puede resultar desconcertante que, estando como estamos ahora, el asunto se reduzca a ocuparse de lo que les ocurre a los demás, pero conste que quien no es capaz de interrogarse por el otro, por lo otro de sí, no es capaz siquiera de preguntarse por sí mismo. Por ello, es sintomático lo que llega a ocurrirnos cuando sentimos o no ese modo tan singular de presencia y de relación que es la del amigo. Resulta determinante contar con alguien que con su cercanía ofrezca alicientes y razones para encontrar fuerzas a fin de afrontar la coyuntura. Y no sólo por su proximidad, también por las convicciones y los afectos indispensables que compartir. Alguien a quien recurrir, para solicitar su apoyo o su ayuda, resulta a veces imprescindible. Pero no menos para afrontar conjuntamente lo que nos concierne.
Por eso se ha dicho que la voz del amigo es la comunidad mínima, la imprescindible, la inconmensurable. Como Deleuze señala, “la cuestión de la amistad se halla en el corazón del pensamiento”. El buen amigo es quien paradójicamente te sitúa en la obligación de permanecer libre, no vacío. Requerircerca la libertad de alguien para llamar, para esperar, para invitar, para convocar, es saber que no todo brota de uno mismo. Precisamos de quien seaamable. Y eso no es una mera cuestión de cortesía o de modales con lo que hay. Lo es de maneras y de modos respecto de lo que cabe ser, de lo que podemos, de lo que buscamos, de lo que necesitamos. Ello supone reconocer que el amigo nos hace lograr lo mejor de nosotros mismos. No se conforma con lo que ya somos, pero tampoco nos exige que dejemos de serlo. Le gusta lo que podría ocurrir y lo hace viable. Por eso, la amistad no es una posesión, es un impulso de la capacidad de no rendirse ante la hostilidad y la discordia. De ahí que ser amable no sea un gesto coyuntural, ni un simple deseo de agradar. Es un modo de serque consiste en dar, en entregar.
Montaigne habla de la pérdida del amigo “irremplazable, sin sustituto”. Su singularidad es la de una búsqueda común, no la de un estado adquirido y asentado. La falta de esa philía impide compartir y proseguir conjuntamente algo. Cuando se refiere a la falta de amistad y de comunicación como una enfermedad, alude a la desconsideración no sólo con lo que ya es, sino para con lo que podría llegar a suceder si se abren de verdad nuestras relaciones.
Tal vez por ello la amistad viene a ser un trastorno de las situaciones ya cómodamente asentadas y supone una cierta insurrección respecto de lo que ya parece cerrado y fijado. Estaalteración afecta incluso a la palabrafilosofía y, en esa medida, a la Filosofía misma. Pero ello supone a su vez su retorno. De ser el amor la philía por el saber, pasa a ser el saber de la philía, de la amistad, como cuestión determinante para el pensamiento. Incluso cabría decir que hay en la amistad una puesta en cuestión de lo ya establecido. De ahí que sea cuestionada, puesta en cuestión, por quienes temen cualquier transformación. La amistad es más que un gesto inquietante, es unareorganización de los valores. Como la salud, con la que tanto tiene que ver.
Las situaciones de desconcierto lo son precisamente por esta pérdida del acordecompartido. Y uno de los efectos de la puesta en cuestión de la capacidad de juzgar es que nos ponemos en la situación crítica, no sólo de perder el juicio, sino de perder la capacidad de contar con alguien, de compartir sueños y proyectos, Así, extraviados, no sólo perderemos al amigo, sino que alimentaremos que cualquier posible amistad sea obstaculizada. Necesitamos como nunca esa amistad para afrontar conjuntamente la red de desafíos que nos convoca. Reducida a un mero intercambio sin comunicación, incluso sólo de favores e intereses, el otro deja de ser amigo, y se limita a ser cómplice o camarada. La amistad perdería su sabor de un riesgo amablemente compartido, una búsqueda en común, una mirada que se dirige a una misma dirección, para pasar a ser una madeja que enmascara la responsabilidad. Perdida la posibilidad de la amistad, ignorada la amabilidad, ya sólo quedaría encontrar otros con quienes ampararse. Ellos serían la mejor máscara para la hostilidad. Y la única alianza sería la del enemigo común, o la del beneficio bien repartido.
Pero la tarea permanece abierta. No basta con recuperar o crear sentidos. Es preciso reconocer que no han de permanecer aislados, al margen de las existencias concretas y de la vida de sus interpretaciones. Se trata de liberarlos de contenidos infecundos para que la amistad, no reducida a las relaciones interpersonales, fecunde y propicie palabras decisivas que desconsideramos por nuestra falta de philía, tales como concertar, compartir, acordar o participar.
Tal vez por ello Deleuze reclama la pasión de guerrero, aquella con la que Paul Veyne retrata a Foucault, aquella que el propio Deleuze reconoce en un texto deFoucault, la de ganar espacios en los que quepa respirar, un estado móvil, un estado inestable en el que prácticamente no se es ya, sin más, sólo uno mismo, sino en el que se es un arte de vivir. Pensamos y decimos con otros, para otros, ante otros. Y nuestros interlocutores son también amistad incipiente, o quizásimprevista. O determinante. Sin ellos, no hay comunidad, ni confesable ni inconfesable. Y ese arte de vivir es el de crear individualidades, seres, relaciones inauditas, un estado de pasión por alguien. Sin esta amistad no hay modo de afrontar lo que parece enfrentársenos.
Autor: Ángel Gabilondo Pujol es Catedrático de Metafísica de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que fue Rector. Tras ser Presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, ha sido Ministro de Educación.
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